martes, 27 de enero de 2009

El rey negro Miguel


Al redactar este escrito no se quién será el ganador de las elecciones americanas. Todos los pronósticos dan vencedor a Obama para alegría del gobierno, de señalados líderes populares y de muchos antinorteamericanos que creen que el candidato demócrata va a tirar piedras sobre su propio tejado o va a escupir para arriba.

Aquí no pretendo valorar lo que es mejor para el mundo, si la victoria de Obama o McCain. Hay ya innumerables analistas que inundan los medios de opiniones más o menos objetivas y también, cómo no, de solemnes memeces.

Lo que si parece claro es que, una vez que cualquiera de los dos candidatos ejerza el poder, tendrá bajo su mando la nación más poderosa de la tierra y que muchas de las promesas electorales serán aparcadas en aras de la realpolitik. Es de desear que el próximo presidente tenga la inspiración suficiente para gobernar con acierto a su país y liderar una política internacional que ponga en camino de solución los problemas económicos y bélicos que atribulan al mundo. God bless America.

Hoy quiero dedicar mis líneas a resaltar un hecho histórico de gran calado (si se confirman las encuestas): que el primer presidente negro pise la Casa Blanca, después de algo más de quinientos años que el primer esclavo negro pisara tierras americanas.

Nos cabe a españoles y portugueses el dudoso honor de ser los primeros en iniciar el tráfico negrero hacia América. Lo que no es óbice para poner al mismo nivel, en esta macabra orla, a las otras potencias colonizadoras, Inglaterra, Francia y Holanda. Y tampoco dejar fuera de este vergonzoso podio a los países musulmanes africanos, que ya comerciaban con esclavos negros muchos siglos antes del Descubrimiento.

Esto no quiere decir que estas pretéritas acciones, que nos parecen ominosas, sirvan para culpabilizar, como algunos pretenden, a las generaciones actuales. No me imagino a un soriano acusando a Berlusconi de genocida por la que le hizo Escipión el Africano a los numantinos.

Desde su llegada a tierras americanas, los esclavos negros lucharon por su libertad. Ya en el primer tercio del siglo XVI algunos grupos iniciaron revueltas cruelmente reprimidas. Pero fue a mediados de siglo cuando, en distintos virreinatos españoles y portugueses, esclavos rebeldes arrancaron sus cadenas y en lugares montañosos o rodeados de inextricables selvas, se agruparon en palenques o quilombos. Algunos cimarrones -pues así les llamaron- alcanzaron notoriedad. Como Bayano (Bayomo para Caro Baroja), en lo que es hoy Panamá y el Negro Miguel en la actual Venezuela. El primero fue engañado y apresado por Pedro de Ursúa. Desterrado a España, vivió sus últimos años en Sevilla, subsistiendo con una paga real. La historia del segundo es más novelesca. Mató al amo que lo maltrataba, insurreccionó a un puñado de negros, se internó en las selvas de Buría y creó un reino donde él era el rey, su esposa Guiomar la reina, y su hijo el príncipe heredero. Nombró ministros y hasta invistió a uno de los suyos como Obispo. El reinado acabó trágicamente, dos años mas tarde, al morir el rey negro Miguel en el asalto a la ciudad venezolana de Barquimiseto.

De confirmase la elección de Obama a la presidencia USA -algo más que la regencia del pobre Miguel-, nos tenemos que felicitar todos porque se cierran simbólicamente cinco siglos de humillaciones. ¡Ah! y porque, el negro Barak, habrá llegado a la presidencia con un envidiable expediente académico en la Universidad de Harvard, una brillante carrera política y tras ganar por mérito propio las primarias a la blanca Hillary. O sea, sin haber ocupado por cuota su candidatura por pertenecer a un sector marginado.

Miguel Aguado Hernández
Noviembre de 2008.

jueves, 22 de enero de 2009

Otro año A la Vera del Guadalfeo

Para cerrar el pasado año, hice una selección de algunos de mis escritos publicados en El Faro en los 11 meses anteriores. El actual, año de la crisis, lo voy a concluir con una síntesis de dos colaboraciones que escribí, en el periódico, allá por el mes de Enero.
En la primera (‘Economía en dos tardes’) llamaba la atención sobre las pésimas noticias que se publicaban de la tormenta que se cernía sobre la economía española. Al final incluso me atrevía a elevar la magnitud del fenómeno a tsunami.
A la semana siguiente (‘Dos tardes… y quinientas noches’) tuve que volver al tema, al comprobar que al presidente del gobierno desterraba al ostracismo por antipatriotas a los que mentaran la palabra crisis: eran unos alarmistas. Justificaba su ataque en que ‘la desconfianza no alienta las inversiones, el miedo no es la base de la prosperidad’ y que ‘el pesimismo nos hace ir al sitio equivocado’, según sus propias palabras.
Después de exponer, en mi descargo, que los datos que yo había tomado en cuenta (PIB, ICC, IPC) eran los publicados por los propios organismos oficiales, busqué la respuesta a mi error de apreciación. Sorprendentemente, esta estaba en una comparencia del ministro Solbes, ante los diputados de la Comisión de Economía del Congreso, en la que dijo, con rostro impasible, que la bonanza de la economía española quedaba acreditada “paseando por los bares de Madrid o Barcelona, por las autopistas los fines de semana o por cualquier centro comercial, y ver las colas que se han producido en las recientes fechas (navideñas) para comprar cosas” (sic).

Viendo el aire festivo con que los dos mandatarios se tomaban lo que ya para muchos era una enorme vía de agua que acabaría hundiendo la economía (¿Se acuerdan del debate Pizarro-Solbes?), me atreví a darle un toque de irónico humor a mi escrito: “Olvídense de los índices que valoraban la economía española -escribí entonces- porque, según están las cosas, pueden generar desconfianza o meter miedo a los inversores, y tengan fe en los nuevos parámetros que dan la auténtica idea de la riqueza de los ciudadanos”. Propuse cambiar el Producto Interior Bruto (PIB) por el IPTBBM (Índice de Producción de Tapas en los Bares de Barcelona y Madrid) por ser una medida muy alegre y optimista que causaría un efecto embriagador en los inversores; el Índice de Confianza del Consumidor (ICC) por el ICCCC (Índice de Carritos de la Compra en los Centros Comerciales), medida, como todo el mundo sabe, mucho más fiable; o el Índice de Precios de Consumo (IPC) por el IDD (Índice del Dominguero) para que el inversor se percatara que los españoles se tiraban a las autopistas los fines de semana, sin importarles un carajo el precio del barril de petróleo. Aunque había motivos suficientes para la pesadumbre, la actitud gubernamental movía a la risa.

Solo once meses después queda poco margen para el humor, aunque ya poca gente duda que Solbes, Sebastián y Zapatero, que negaron con tozudez la crisis, estaban validando la Ley de Evans (según Murphy): “Si alguien consigue mantener la calma cuando todo el mundo pierde la cabeza, entonces es que no se entera del problema”.

Es Navidad. Deseo Felices Pascuas a todos los hombres -y mujeres- de buena voluntad (y algunillos de los que carezcan de ella). He pedido, en mi carta a los Reyes Magos, los mayores éxitos para los tres responsables de la economía española -lo contrario sería suicida-, a la hora de encontrar soluciones. Pero por favor, que Solbes se olvide de medir a cuartas y pesar con la romana; que Sebastián haga algo más que regalarnos bombillas; y que Zapatero tome medidas más eficientes que las pródigas y muníficas aprobadas hasta ahora. Espero que Sus Majestades no nos traigan carbón.

Miguel Aguado Hernández (Diciembre 2008)

miércoles, 7 de enero de 2009

La barra de San Jordi

Es sabida la gran popularidad que tienen en todo el orbe los equipos de fútbol del Real Madrid y Barcelona. No es raro ver a chicos y mayores con las camisetas de sus ídolos preferidos o con las insignias de estos equipos en otras prendas deportivas y objetos. Es menos sabido que en algunos países árabes las autoridades, llevadas por un extremado celo religioso, solo permiten la venta de los productos que llevan el escudo del BarÇa si ha sido sometido a cirugía estética. Es decir, si se le ha cambiado la cruz roja sobre fondo blanco del cuartel superior derecho por una sola banda vertical. La cruz de San Jordi se ha convertido en una barra laica.
Muchos líderes religiosos musulmanes han dejado muy claro que no están de acuerdo con esta práctica y que les parece un signo de intolerancia que ellos no aprueban. Menos mal.

En nuestro país, un tribunal de Valladolid, ha ordenado la retirada de los crucifijos de un colegio público. La noticia ha provocado disparidad de opiniones, aún dentro del PSOE. Mientras que el Vicesecretario General, al mismo tiempo que se declaraba creyente, aprobaba la sentencia, la Ministra de Educación afirmaba (si no se desdice en las próximas horas) que la presencia de cruces o no en una institución educativa pública debe depender del Consejo Escolar de cada centro. Esto nos da la idea de que en estos asuntos hay que ser muy cautos y prudentes. La Constitución Española en el Artículo 16, apartado 3 dice: ‘Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones’. Según esto, los que reclaman una escuela pública laica están en su derecho y hay que respetarlos. Pero no más que a los que exigen a los poderes públicos cooperación con la religión católica (por si se olvida cuatro de cada cinco españoles se declaran católicos). Habrá que buscar un sano equilibrio.

Los italianos resolvieron este dilema hace dos años. El Consejo de Estado dictó una sentencia en la que señalaba que el crucifijo es un signo que no discrimina, sino que une; no ofende porque “es una síntesis, inmediatamente perceptible y aceptable, de los valores civilmente relevantes, valores sobre los que se sostiene e inspira nuestro orden constitucional, fundamento de nuestra convivencia civil (...). Valores que han impregnado nuestras tradiciones, el modo de vida, la cultura del pueblo italiano”.
Deja bastante claro que es un bien cultural que difícilmente puede ser nocivo. Todo lo contrario que el tribunal vallisoletano, que fundamenta su sentencia que “en la fase de formación de la personalidad de los jóvenes la enseñanza influye decisivamente en su futuro comportamiento respecto de creencias e inclinaciones” y que “nadie puede sentir que, por motivos religiosos, el Estado le es más o menos próximo que a sus conciudadanos”. Respetables argumentos, pero no compartidos.
De triunfar, tal cual, esta doctrina en instancias superiores, pudiera dar lugar a que los más acérrimos laicistas se aferraran a ella sin temor a hacer el ridículo. Un laicista de Oviedo podría exigir que el gobierno del Principado no lo discrimine con la bandera ya que el elemento principal de la misma es la Cruz de la Victoria (con las letras alfa y omega bíblicas colgando de sus brazos). O un profesor de geografía, al citar algún topónimo que tenga la Cruz como referente, tendría que aplicarse la autocensura al modo que se hace en las grabaciones cuando hay que eliminar un taco o una expresión malsonante, para no influir en los tiernos oídos de los infantes. ¿Se imagina el lector una clase de estas? Diría el profesor: “En la Comunidad de Murcia es muy célebre la ciudad de Caravaca de la ¡Piiii!...”; o: “la capital de una de las Islas Canarias es ¡Piiii! ¡Piiii! de Tenerife”. Multiplíquense estos ejemplos por todos los que hay en la geografía nacional. Para que hablar del pobre profesor de historia explicando la Reconquista.

Dicen -¡oh sorpresa!- que la hija de uno de los promotores de la retirada de los crucifijos en el colegio vallisoletano interpreta a la Virgen María en la función navideña. No lo doy por cierto. Aunque de cosas más raras somos testigos. Es que no tenemos apaño.

Miguel Aguado Hernández
Noviembre de 2008